El perdón no es cuestión de cálculos. De eso, nada. Ni una, ni dos, ni siete, ni solo en la medida en que…
La posibilidad del perdón empieza cuando al mirar a los ojos de la otra persona ves un hermano. Ahí, comienza. Un hermano. Ni competidor, ni contrincante, ni dueño, ni esclavo, ni acreedor, ni deudor…
Y para ello hay que afinar el corazón; es decir, permitir que llegue a nuestras pupilas el brillo con el que el Padre Dios contempla, admira y valora a esa persona. En el perdón o está presente la visión que Dios tiene de ti y de mí, o es casi imposible que pueda hacerse real, que pueda acontecer.
Suena a mucho ¿verdad? Lo sé. Pero si no es así, no es perdón cristiano. Puedo disculpar, puedo disimular, puedo responder estoicamente, puedo dejar que pase… pero solamente si abro mi relación con el otro (y con la verdad de mí mismo) a la presencia de Dios, de su entrañable misericordia, solamente así se puede generar una experiencia de perdón; experiencia que deja atrás cualquier cálculo y se desprende del rencor y del resentimiento, por insanos; y se libera del sentimiento de ofensa.
No hay nada más sanante que la experiencia auténtica del perdón: nos descubre tan vulnerables como dignos de aprecio, tan pequeños como sublimes (¿Acaso Dios puede mirarnos de otro modo?).