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La fe es un don inmerecido. Pero conlleva unos frutos. Una de sus manifestaciones más llamativas es el agradecimiento. El creyente vive en la órbita del «gracias, Señor». Es un “gracias” que subraya cuán cercana siente la acción de Dios. Y realmente Él está cerca. Él se ha acercado en la persona de su Hijo. Jesús oye el grito unánime de auxilio: «Maestro, ten compasión». Ve a quienes le suplican, les atiende, los cura. Es un rabí muy humano. Pero sólo un enfermo demuestra tener fe (estar sano): el que desanda el camino, alaba, y se postra en signo de adoración. Ha identificado su curación con un signo divino de cercanía. Pero… ¡es un hereje, un cismático, un alejado de la “verdadera fe”! Jesús desmonta nuestros esquemas: cura a un “alejado” y encima, acredita su fe. Toda otra fe queda en entredicho. Toda otra fe no salva. La fe verdadera es vivir limpio (curado) de autosuficiencia.