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La última Cena es una perfecta puesta en escena de la vida: distintos roles, distintos intereses, miedos, deseos, ingenuidades, compromisos, envalentonamientos, traiciones (no sólo la de Judas)… En tiempo de confinamiento, ¡cuánto daríamos ahora por sentarnos con nuestros amigos y abrazarnos y pasar la noche juntos!, ¿verdad?
Imaginémonos. Y por encima de todo ello, un gesto: a todos, Jesús les lava los pies. Supongo que no era un momento fácil para él. Para ninguno de nosotros lo sería, a poco que lo viviéramos con cierta consciencia y profundidad: son tus amigos, los más cercanos. Te estás jugando la vida. Vienen a por ti y tú tienes que elegir entre quedarte y seguir hasta el final o echarte a un lado. Tienes razones de sobra para cualquiera de las dos. Nadie te lo reprocharía. Tus amigos entenderían que descalificaras a quien te traiciona, porque también les traiciona a ellos y a sus sueños. Cuantos siguen a Jesús también entenderían que se escondiera esperando tiempos mejores y así seguir haciendo el bien y predicando el evangelio.
Pero no. La mirada de Jesús es otra. Quizá porque su corazón es distinto. Entiendo que algo así debe ser lo de los limpios de corazón. Quizá por eso son felices, aunque para muchos sea sinónimo de pusilánime, simplón, abobado, ingenuo, aburrido, infantil, puritano… ¡quién sabe!
Ser limpio de corazón es otra cosa: es vivir hasta el final tus proyectos, sin resentimiento. Es vivir la traición sin albergar venganzas. Es acoger el aparente fracaso sin hundirte. Y en esos momentos, seguir creyendo hasta el final en aquello que ha dado sentido a tu vida: haced esto en memoria mía. Haced lo que queráis, pero quereros, por favor. ¡Amaos!
Sería genial tener un corazón tan limpio. Tampoco nos vendría mal en momentos tan complicados y dolorosos como los que vivimos ahora: sin buscar venganzas o culpables, asumiendo lo que hay y poniendo lo mejor de cada uno en común. Sería genial crecer en esa mirada limpia. Sería genial ser feliz, así, de este modo.