Sabemos bien que eso de compararnos con otros no funciona. Desde pequeñitos nos dicen (si hemos tenido suerte) que todos somos distintos y valiosos, que no hay que compararse sino crecer y mejorar respecto de uno mismo,… Y sin embargo, con frecuencia “necesitamos” decirnos a nosotros mismos si somos mejores o peores que el de al lado, si merecíamos menor castigo o mayor recompensa que el otro.
Jesús dedica muchos momentos para que aprendamos esto: los trabajadores contratados a última hora que cobran lo mismo que los primeros, Pedro en Tiberíades diciendo a Jesús que por qué viene Juan detrás de ellos… El Evangelio de hoy une esta llamada a otro toque de atención: no juzgues, no compares, pero, además, no tires nunca la toalla ni contigo ni con los otros.
Desconocemos nuestros propios resortes: ¡cuántas veces he creído que no era capaz de cambiar de actitud en una situación y cuando ya me había dado por vencida, algo de mí por dentro hace “click”! ¡Cuántas veces hemos disculpado y esperado a quien más queremos, una y otra vez, porque el cambio no llegaba pero el amor nos decía: espera, espera…!
Somos afortunados si alguien nos quiere tanto como para no dejar de esperar que en algún momento, contra todo pronóstico, vamos a dar fruto. Somos afortunados si no tiramos la toalla con nosotros mismos y nuestras sequedades y torpezas. Somos afortunados si sabemos mirar a los demás de tal manera que sepamos que nosotros no somos quién para decidir cuándo cortar ningún árbol… aparentemente seco.