La fe no nos exime de ser ciudadanos honestos ni de contribuir a la construcción y cuidado de la casa común. Mucho menos nos otorga a los creyentes un estatus especial que nos permita el desfalco o la de evasión de impuestos o no cumplir con nuestros deberes como ciudadanos (y conviene recordar esto en un tiempo como el actual en el que este tipo de delito abunda; incluso en el seno de la iglesia, incluso bajo capa de bien).
Pero quiero fijarme en la segunda parte de la afirmación: Darle a Dios lo que es de Dios. Dicen los expertos en la Sagrada Escritura que el verbo usado en este pasaje más que «darle» hace referencia a «devolverle», a «restituirle». Al César hay que darle su moneda pues es su imagen la que aparece grabada en ella, es propiedad suya.
A Dios, ¿qué hay que devolverle? Pues aquello que es su propiedad más preciada y en la que está su imagen impresa: la persona, el ser humano, el hombre y la mujer. Nadie puede apoderarse de la persona y, quien lo haga, tiene que devolverlo de manera inmediata a su dueño.
¿Intento apropiarme de una realidad tan valiosa como son los otros? ¿Soy consciente de que lo demás, de que yo mismo/a soy propiedad de Dios?