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Parecían gente de fiar los labradores que el propietario eligió para cuidar de su viña y recolectar sus frutos. Qué triste ver cómo se volvían contra él en el momento de la verdad, matando a golpes a todos los sirvientes y con especial saña a su propio hijo. El egoísmo y la ambición les cegaron. No atendieron las peticiones del dueño ni de sus enviados. Solo les importó quedarse con la cosecha y la tierra.
Ocurrió con los profetas (resultaban molestos, cuestionaban, ¡mejor deshacerse de ellos!). Ocurrió con Jesús, el hijo amado que Dios nos mandó. Y sigue ocurriendo en todas partes todos los días. ¿Quién acepta de buen grado las correcciones? ¿A quién le gusta escuchar que debería cambiar algunos comportamientos o actitudes? Ma. Cuanto más lejos, mejor.
Los labradores atacaron a los fáciles de vencer, se cebaron cruelmente con los indefensos. La historia aún se repite: los débiles son aplastados, los pequeños son apartados. Como aquella piedra que los arquitectos despreciaron por su tamaño o su forma, sin imaginar que acabaría siendo piedra angular del más importante edificio.
Jesús, rechazado y perseguido, muerto por amor y resucitado, es la piedra que une y sostiene nuestras paredes, nuestra vida entera, aunque seguimos fallando y dando escasos frutos. ¿Justicia, solidaridad, generosidad…? ¡Mucho nos falta para una buena cosecha! ¿Tendrá que buscar Dios otros viñadores en quienes pueda realmente confiar?