“El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad” (Romanos 8,26). Esta cita del Apóstol podría ser la divisa que sustentara toda ética del cuidado. Viene a mostrarnos cómo la dimensión trascendente o espiritual lleva a contemplar la existencia como algo sumamente vulnerable y frágil (¡caduco, terrestre!), y por ello mismo, necesitado de la máxima atención, ayuda y comprensión. Sólo así logra desplegarse y dar fruto.
Las tendencias egoicas que anidan en el corazón humano nos arrastran hacia creencias irreales, propias del “pensamiento mágico” o de la “fantasía de omnipotencia infantil” que dibujan una existencia… inexistente: poderosa, ilimitada, autosuficiente. Ya lo afirmó el Maestro de Galilea: “Porque del corazón del hombre salen los malos pensamientos” (Mateo 15,19). Y esta sociedad mal llamada del “bienestar” abona esta y otras grandilocuencias vacuas con sus reclamos publicitarios desorbitados, que llevan a que el deseo se desboque anhelando una “divinización” fácil y rápida. Exprés. “Cuidar”, como visión con la que confrontar y afrontar el día a día, como actitud propia de corazones limpios, lleva a una “divinización” (iluminación) diferente. Mucho más lenta. Y para nada facilona. Porque cuanto más madura (más cuidadosa, delicada y espiritual) es una vida, tanto más permeable y consciente se hace de la interdependencia de todo. De los inimaginables vínculos que, si se tejen cotidianamente, primorosamente… proporcionan paz, serenidad y esperanza de verdad. Lo más importante a cuidar no es la salud corporal… es la paz del alma: el sentido y propósito existenciales.